Marta Molina Miércoles 8 de Agosto 2012
El
sacerdote Alejandro Solalinde, fundador del albergue Hermanos en el
Camino, dijo ayer que acatará la orden formulada por el obispo de
Tehuantepec, Óscar Campos Contreras, de abandonar, a más tardar en
noviembre próximo, la administración de dicho centro de asistencia
humanitaria a los migrantes indocumentados, pero sostuvo que seguirá su
misión de ayuda a ese sector.
A renglón seguido, el
religioso manifestó preocupación por el equipo de trabajo que dirige el
albergue mencionado, pues “el clero ha sido tremendo para apabullar a
los laicos (…) que han crecido por la defensa de los pobres y defienden
la justicia”. La víspera, el propio Solalinde había informado que la
orden emitida por Campos Contreras, vinculada en lo formal con el fin
de su comisión en la Pastoral de la Movilidad Humana de la Conferencia
del Episcopado Mexicano, se debía a un deseo de las autoridades
eclesiásticas de terminar con protagonismos.
Ciertamente,
el nombramiento, la remoción o el traslado de sacerdotes son decisiones
que corresponden a las autoridades religiosas, y en el caso de
Solalinde podría haber, además, una razón poderosa para justificar una
medida como la comentada: el innegable riesgo en que se encuentra el
religioso ante el cúmulo de amenazas recibidas a consecuencia de su
labor pastoral, y el asedio que el centro de refugio que él fundó
padece por el crimen organizado.
No obstante, ante la
ausencia de razones propiamente válidas y transparentes para justificar
la remoción de Solalinde del cargo que ha desempeñado por más de un
lustro, la orden episcopal correspondiente se torna cuestionable y
hasta preocupante para la seguridad de los migrantes, del equipo de
trabajo de Hermanos en el Camino y del propio Solalinde.
La
eventual salida de Solalinde generaría incertidumbre adicional para
los ciudadanos de terceros países que transitan por el nuestro sin los
documentos migratorios correspondientes, y no solamente porque estaría
en juego la continuidad de las labores de asistencia humanitaria
realizadas por el albergue mencionado, sino también porque quedarían
desprovistos de un elemento de incuestionable visibilidad pública.
Guste
o no, en el tiempo que ha permanecido al frente de Hermanos en el
Camino Solalinde ha logrado colocar ante los ojos de la opinión pública
el drama humano que padecen los migrantes en su paso por México; ha
captado el interés de medios de comunicación, organismos humanitarios y
de las propias autoridades, y ha develado la connivencia entre las
mafias dedicadas al tráfico de indocumentados y policías corruptos y
malos funcionarios migratorios.
Cabe suponer que, sin la
tarea de difusión realizada por el sacerdote mexicano, la desastrosa
situación que padecen esos grupos podría agudizarse, y que el propio
Solalinde quedaría colocado en una situación de mayor vulnerabilidad la
que padece actualmente.
Con la decisión comentada, en
suma, la jerarquía católica causa un nuevo revés a su maltrecha imagen,
en la medida en que se muestra dispuesta a remover a un sacerdote que
se ha desempeñado como un factor de incomodidad para grupos
delincuenciales, sí, pero también para corporaciones policiacas de
distintos niveles y para autoridades políticas.
Por
añadidura, la iglesia ratifica su indolencia, en el mejor de los casos,
o su hostilidad, en el peor, hacia aquellos de sus integrantes que
asumen la defensa de los sectores desprotegidos, la opción preferencial
por los pobres y la búsqueda de la paz como los ejes de su trabajo
pastoral, y se presenta como una instancia más del divorcio existente
entre las élites del país –políticas, económicas y religiosas– y una
realidad nacional lacerante.
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